En las últimas décadas, la
intensa pérdida de legitimidad de la Administración Pública, como parte del
sistema político institucional, es más que evidente. Mucho tiene que ver en
ello los frecuentes casos de corrupción, el desprestigio de las clases
políticas tras la pérdida de valores y la práctica desaparición de las
ideologías (Baena del Alcazar, 2005), la invariabilidad en los estilos de
gobernar, la percepción ciudadana de que la actuación política está regida por
imperativos vinculados al poder (CIS, 1994) y que los ciudadanos no perciben de
forma directa cuál es el impacto global de su participación en el juego
democrático (Frías, 2001; Arenilla, 2011).
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Por tanto, parece que la cuestión de fondo es política y cómo se ejerce el poder sobre los ciudadanos, o sea, cómo funciona la democracia. De ahí que Denhardt y Denhardt (2003) afirmaran que “el Gobierno no debería funcionar como un negocio; debería funcionar como una democracia”.
Y es aquí de donde radica
la importancia del estudio de las Administraciones Públicas en nuestros días,
en el hecho de que éstas son el principal instrumento con que cuenta un
gobierno para aplicar su programa (Aguilera de Prat et al., 1987), y de que los
gobiernos se legitiman, además hoy, no sólo por su carácter representativo,
sino también por su acción. En este sentido, Valles (2000) define la
Administración Pública como una organización integrada por personal
profesionalizado, dotada de medios materiales y económicos de titularidad
pública para llevar a la práctica las decisiones del ejecutivo. Las
Administraciones Públicas son parte e instrumento de este ejecutivo político,
que las necesita para que las políticas adoptadas no se queden en simple
declaración e intenciones y se traduzcan en intervenciones directas sobre la
realidad en la que se quiere incidir (Canales, 2002).
En esta línea, decir que las
dificultades de la Administración para enfrentarse con la pérdida de
legitimidad institucional son de origen diverso, uno relacionado con su misión
y otro con su naturaleza política (Baena del Alcazar, 2005). Respecto al
primero, debe resolver, entre otras, las siguientes contradicciones: garantizar
la cohesión social, lo que implica un creciente gasto público, a la vez que
debe aplicar políticas de contención del mismo; lograr la aceptación social de
los nuevos cambios y compartir su consecución con una serie de agentes que
pueden no responsabilizarse de sus resultados; y, además, legitimarse por el
cumplimiento de la ley o por los resultados (Arenilla, 2011). Y es que, la
democratización plena, la participación y la modernización de nuestro sistema
político-administrativo, constituyen sin duda un proceso inacabado e inacabable
(Canales, 2002).
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Por tanto, es fundamental que cualquier proceso reformador de la Administración Pública se encamine al fortalecimiento de la legitimidad del Estado y de la democracia mediante la adaptación de sus medios y relaciones a las necesidades y las demandas sociales, económicas o de otra índole (Arenilla, 2011). De esta manera cobra sentido, la frase de que lo propio de la Administración Pública es, no tanto prestar servicios como prestar democracia (Denhardt et al, 2003), esto es, reformar los espacios de convivencia, la integración social y el ejercicio de los derechos y libertades de los ciudadanos.
BIBLIOGRAFÍA
AGUILERA DE
PRAT, C.R., y VILANOVA, P. (1987). Temas de Ciencia Política. Promociones,
Publicaciones Universitarias. Barcelona.
ARENILLA, M. (2011). Crisis y
reforma de la Administración Pública. Netbiblo, SL.
BAENA DEL ALCAZAR, M. (2005). Manual
de Ciencia de la Administración. Síntesis. España.
CANALES, J.M. (2002). Lecciones de Administración y Gestión Pública.
Universidad de Alicante.
CIS (1994). Imágenes dominantes en el discurso social. E
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DENHARDT, J.V. y DENHARDT, R.B. (2003). The
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FRIAS, S.M. (2001). Cultura política
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VALLES, J.M. (2000). Ciencia
Política. Una introducción. Editorial Ariel, S.A. Barcelona.